"Yo andaba en los aviones, ese era mi trabajo, piloto militar, eso ya como 20 años. Me salí porque vi muchas cosas que no me gustaban, cosas que me hicieron pensar en ya no ser piloto".

Fotos: Crisstian M. Villicaña

Su piel muestra los rastros de que el sol y la calle terminan por cobrarte factura algo día.

La mugre de sus manos y uñas se bifurca con la grasa y el aceite que le recorren hasta los antebrazos y se le aprisiona en su ropa. 

Eso sí, entre ese marco de arrugas incipientes, guarda una mirada coqueta, como de cabrón, como de que sabe que es un chingón y las calles su territorio. Su voz lo confirma.

Se llama Antonio, y ahí como no queriendo, el vato por algunos momentos le da un aire a Damián Alcázar. El mostacho lo delata. 

Pero no, él no es actor, él es simplemente uno más de aquellos que integran ese grupo social que los libros de sociología tal vez no reconocen, pero que acá, entre la gente, muchos les llaman la “Raza de Cobre”. 

Antonio, ese cincuentón que viste elegantes pantalones de vestir con botas industriales, y una playera de un tierno color baby blue, es de esos hombres y mujeres que han encontrado en el reciclaje del cobre y de otros metales, una especie de empleo que les permite satisfacer sus necesidades. 





Y así es su modus vivendi, ese donde la recolección de esos materiales es también parte del comienzo del cuidado del medio ambiente, ya que a vatos como Antonio, sin ningún reflector, más que el de la estigmatización social que cargan a cuestas por aquellos que se dedican a robar el metal, separan los materiales para que pueden seguir siendo reutilizados, a miles de kilómetros de Tijuana y Ensenada, de donde parten en barcos que cruzan el Océano Pacifico, sin imaginar que Antonio y otros más como él, fueron el artífices para esa “conciencia ecológica” que tan de moda anda. 





Y es que cuando leemos la palabra “Reciclar”, y pensamos en esta acción, es invariable que la terminemos asociando con imágenes de jóvenes vistiendo una camiseta verde con el logo de las 3R’s...o madres y niños depositando en un bote especial un envase de plástico, separando lo orgánico, reutilizando frascos de vidrio. 

En fin, una serie de escenas trilladas que dibujan a ciudadanos conscientes llevando a cabo esta tarea que lejos está de realizarse en todos los hogares de la ciudad, y si llega hacer, resulta inútil ya que el servicio de recolección de basura de Tijuana no hace diferencia y mezcla todas las bolsas; no importando si está separada. 

Ahí es cuando entra Antonio y la “Raza del Cobre”, tal vez a simple vista muy lejos del “concepto” de una persona amigable con el ecosistema, por ser individuos sin hogar o en situación de calle. 

Antonio platica que fue militar, y de ahí da pistas a algunas interrogantes sobre una disciplina no tan invisible que carga a cuestas: las botas y sus mejillas rasuradas podríamos achacárselas al hábito que se le infundió en los cuarteles, ese espacio del que nunca imaginó que saldría, pero que por cuestiones que no quiso ahondar, terminó por abandonarlo para entregarse a la calle.  

"Yo andaba en los aviones, ese era mi trabajo, piloto militar, eso ya como 20 años. Me salí porque vi muchas cosas que no me gustaban, cosas que me hicieron pensar en ya no ser piloto; desde entonces he trabajado de muchas cosas, pero lo que más hago es revisar que aparatos puedo desarmar para sacarles el cobre y venderlo", platicó. 

En las recicladoras de la ciudad, el kilo de cobre oscila entre los 82 y 86 pesos; Antonio, dice que lo más que ha llegado a sacar en el día son 100 pesos; esto entre la venta de cobre y aluminio. 





Sobre qué hace con el dinero que gana, narró. "La feria que agarro es para comida, también en la noche si puedo me compro un 'pistito' o algo para divertirme y me traigo una morrita, para invitarla a cotorrear, echarnos lo que compré"; platica mientras se le dibuja una sonrisa picarona, evocando con su gesto ese último encuentro que tuvo. 

Es pues, una rutina ya establecida, no sólo por Antonio, sino por cientos de personas, en especial en la zona Centro de la ciudad, que, como él, han encontrado en el reciclaje una forma honrada de conseguir dinero; contrario al concepto generalizado que se suele tener de ellos, donde todos los que reciclan y viven en las calles son delincuentes. 

"Estoy acostumbrado a andar las calles, yo aquí me las arreglo, no robo, no le quito a la gente nada, ni tampoco pido dinero", señala mientras sigue hurgando bolsas de plástico negras, en busca de algo que le pueda servir para su uso personal o algo que se le pueda extraer ya sea cobre, aluminio o bronce; siendo estos los metales más llevados a las recicladoras. 

Al final, veo a Antonio y no deja de sorprenderme cómo es la rueda de la economía, donde pareciera que todos los caminos conducen a los empresarios o a los cárteles de droga. En donde los primeros cuentan con un equipo de personas en situación de calle dispuestas a día con día reciclar, consiguiendo con ello que mucho de sus materiales regresen para ser rehusados, mientras que los segundos ven como el esfuerzo de estos hombres y mujeres es intercambiado por una dosis de cristal, heroína o cocaína; esta última en menor medida debido al elevado precio. 





Me despido de Antonio, no sin antes pedirle una foto; antes de disparar la cámara, él, sonriente me ve y me presume un billete de 20 pesos.  Se acomoda. Se le ve contento. Ambos sabemos que al menos por hoy su jornada le ha redituado.