Se reeditan las tres primeras novelas del escritor estadounidense, Cartero, Factótum y Mujeres, que protagoniza su alter ego Henry Chinaski.

Vía/ElClarín-ElvioGandolfo

Hay padres que no les hacen demasiado daño a los hijos. Otros, sin darse cuenta, incluso por amor, les hacen algún daño psíquico. Están por último los que les hacen daño psíquico y físico, de modo bastante consciente.

El padre de Charles Bukowski pertenecía a este tipo. Heinrich era un estadounidense-alemán de ascendencia polaca, y se había quedado en Alemania después de la Primera Guerra.

Se casó con Katharina Fett, alemana nativa, un mes antes del nacimiento de su hijo en Andernach en 1920, con el nombre de Karl Friedrich. Luego se trasladó con la familia a Baltimore (Estados Unidos) en 1923.

En 1930 se mudarían a Los Ángeles, donde se quedarían. A esa altura Heinrich le propinaba terribles palizas al futuro Charles, y lo denominaba a menudo “hijo de Satán” (lo cual incluía una interesante autodefinición). Le pegaba también con frecuencia a la esposa, y sometía al grupo familiar a tensiones terribles de quiero-pero-no-puedo.

“Mis padres querían ser ricos, así que se imaginaban ser ricos”, escribió, ya mayor, quien ya firmaba como Charles Bukowski.

La infancia, la adolescencia, la primera madurez tampoco fueron fáciles. A la condición de extranjero, germano (sobre todo durante la Segunda Guerra Mundial), se le sumaron un acné feroz y extendido, y el modo en que hablaba, con fuerte acento alemán.

Incluso estuvo 17 días en la cárcel, por sospecha de evasión del servicio militar. La madre, entretanto, había soportado el maltrato del hijo con sumisión, lo que bloqueó también la armonía entre ellos. En algún momento explicó que cuando su madre le preguntó si la quería, advirtió: “Yo la verdad es que no la quería, pero la vi tan triste que le dije que sí”. Ya era escritor.

Lector voraz, Bukowski hizo algunas publicaciones dispersas en los años 40, pero la desilusión lo hizo retraerse por entero durante casi una década. Mientras desfilaban trabajos diversos, el temprano descubrimiento del alcohol lo ayudó a soportar aquellos años, y se convirtió en un hábito constante.

En los primeros años 50 trabajó en el correo, aunque renunció antes de tres años. Para entonces ya había crecido mucho: medía un metro noventa y pesaba 100 kilos, datos a los que se refiere a menudo en los libros más autobiográficos, con una cierta cuota de placer.

En 1955 lo internaron con una úlcera sangrante que casi lo lleva al otro mundo. Al salir del hospital, empezó a escribir poesía.

Al acercarse los años 60 ya publicaba en algunas revistas literarias y la producción empezaba a volverse torrencial.

En 1960 volvió a trabajar en el correo, como clasificador de cartas, durante una década, detestando el empleo. En esos años comenzaron a aparecer folletos y plaquetas de poesía por decenas.

Al fin de los años 60, recibió una oferta de John Martin, director del sello Black Sparrow Press: le aseguraba un pago de cien dólares mensuales para que dejara el trabajo y se dedicara solo a escribir: “Tenía dos opciones”, comentó en una carta. “O me quedaba en el correo y terminaba loco. O salía de allí y hacía de escritor y me moría de hambre. Decidí morirme de hambre”.

Como poeta y como lector (performer) de poesía, el prestigio de Bukowski había ido creciendo. En 1967 había sido incluido en la prestigiosa serie de Modern Poets del sello Penguin, junto a Philip Lamantia y Harold Norse. Pero la (relativa) seguridad económica nueva lo convirtió en narrador.

Con cierta exageración, alguien comentó que había escrito miles de poemas, cientos de cuentos, y seis novelas. Las primeras tres de ellas se despliegan a través de los años 70: Cartero (1971), Factótum (1975) y Mujeres (1978). Son las que acaba de recoger el sello Anagrama en un grueso volumen de la colección Compendium, con el título general Chinaski. Es el apellido que usa para su alter ego; el nombre es Henry en vez de Charles.

En 1970 Bukowski tenía cincuenta años. Mezcla rara de monstruo y gigante amable, había absorbido toneladas de experiencia, sobrevivido a varios momentos casi fatales y elaborado una mezcla de filosofía y convicciones personales.

En Cartero “escracha” (como se diría hoy) los rasgos de ese oficio pintado siempre como una mezcla de idealismo y rigor absoluto. Más bien desfilan por sus páginas la locura, las mujeres y la muerte. En el momento en que escribe ya ha conocido tantas caídas, que se las toma con calma: “Me levanté, me fui al coche y alquilé el primer sitio que vi con un anuncio. Me mudé aquella noche”, registra después de una ruptura. “Había perdido ya 2 mujeres y un perro”.

Ahora que se acostumbra hacer advertencias con cualquier libro, como si el crítico fuera un integrante del Ministerio de Salud Pública, conviene avisar que quienes manejen como criterios de rechazo la misoginia o lo políticamente incorrecto no debieran abrir un libro de Bukowski. Salvo que les importe más aún la literatura.

Con él hay que absorber docenas de vómitos, descomposturas, fanfarronerías, violencia con mujeres, sexo explícito. Y al mismo tiempo epifanías, agudeza social y filosófica sin aditamentos de estilo. De hecho todo aquello de lo que se lo pueda acusar, ya ha sido reconocido antes por él mismo. No está adaptado. Ni tampoco es voluntariosamente inadaptado. Está más cerca de Céline o de Roberto Arlt que de los beatniks. Lo que a otros espanta, a él le parece justo: “Cerré la puerta y subí un piso más. Abrí mi puerta. No había nadie allí. Los muebles estaban viejos, todo desgarrado, la alfombra prácticamente descolorida. El suelo lleno de latas de cerveza vacías. Estaba en el sitio correcto”.

La novela siguiente, Factótum, continúa y amplía el tema de Cartero. Aquí son docenas de trabajos distintos. En todos odia tener que ejercerlos y, muchas veces acompañado por colegas de sufrimiento, goza sobre todo cuando lo echan, y puede cobrar el seguro de pago o el despido. Las observaciones sobre mujeres aumentan, preparando el salto a la novela siguiente.

Ante Gertrud, la encargada de la pensión, ve claro: “Como la mayoría de los hombres en tal situación, me daba cuenta de que no conseguiría nada de Gertrud –conversaciones íntimas, excitantes excursiones por la costa, largos paseos las tarde de domingo– hasta después de haberle hecho unas cuantas promesas absurdas”. Tampoco le interesan las delicadezas, o las repeticiones: “Ya sabéis, yo no soy un hombre de vestidos. Los vestidos me aburren, son cosas terribles, agobiantes, como las vitaminas, la astrología, las pizzas, las pistas de patinaje, la música pop, los combates de los pesos pesados, etc.”.

Cerca del final, un grupo de trabajadores que van a ser despedidos y él reciben un último encargo: “Lo tomamos y trabajamos todo el día, riéndonos como descosidos y lanzándonos cajas de cartón por el aire. Luego recogimos nuestros cheques de despido y volvimos a nuestras habitaciones y a nuestras mujeres borrachas”.

Mujeres es la novela más extensa, y la más sometida a tensiones. Las primeras líneas son engañosas: “Tenía 50 años y no me había acostado con una mujer desde hacía cuatro. No tenía amigas. Las miraba cuando me cruzaba con ellas en la calle o dondequiera que las viese, pero las miraba sin ningún anhelo y con una sensación de inutilidad”. No parece la apertura de un desfile constante de mujeres, con auténticas protagonistas que consumen años y páginas, y “groupies” jóvenes y suculentas tan irreflexivas y veloces como las que siguen a los cantantes y músicos de las bandas de rock.

Por las dudas, se describe a sí mismo con minucia: “No faltaba nada. Las cicatrices estaban allí, la nariz de alcohólico, la boca de mono, los ojos estrechados hasta parecer rendijas, y tenía la boba y complacida sonrisa de un hombre feliz, ridículo, disfrutando de su suerte y preguntándose el porqué. Ella tenía 30 años y yo más de 50. Me daba igual”.

Lydia, Dee Dee, Sara aparecen y desaparecen, tienen mayor peso específico. Son locas, tiernas, sensatas, calculadoras. Si a Chinaski lo agotan por momentos, al lector le reinician el interés, una y otra vez. Como una especie de investigador, reflexiona: “Nada se perdía cuando ellas se iban. Pero al mismo tiempo soñaba con una mujer buena y cariñosa, a pesar de lo que me pudiera costar. De cualquier manera estaba perdido. Un hombre fuerte pasaría de ambos tipos. Yo no era fuerte. Así que continuaba bregando con las mujeres, con la idea de las mujeres”.

A esta altura, Bukowski maneja con fluidez la forma de la novela. Por una parte la fama ya alcanzada facilita en exceso la aparición de jóvenes y macizas o delgadas mujeres dispuestas, amenazando con un aburrimiento por repetición. Pero incluye bloques distintos (como cuando se pierde en plena naturaleza) que ventilan el conjunto. También hay personajes secundarios tan volados y poco responsables como él, pero menos reflexivos.

Una de las mujeres lo deslumbra lo suficiente como para nombrarla Katherine (por Katherine Hepburn “joven”, como agrega). Después de un tiempo tampoco con ella podrá evitar el efecto corrosivo de su propia forma de ser, la ruptura, la tristeza aceptada: “Aquella noche ella se bebió media botella de vino tinto, buen vino, y la vi triste y calmada. Supe que me estaba conectando con la gente del hipódromo y la multitud del boxeo, y era verdad, yo estaba con ellos, era uno de ellos. Katharine sabía que había algo en mí que pasaba de todo lo que podía considerarse saludable. Yo estaba sumergido en todas las cosas supuestamente malas: me gustaba beber, era un vago, no tenía dios ni conciencia política, ideas, ideales. Estaba metido en la inanidad más completa; una especie de no-ser, y lo aceptaba”.

Piensa que es una persona poco interesante, y no quiere serlo. Sin embargo no solo sigue siendo leído, sino que se arman volúmenes con tres de sus novelas, y se reeditan en formato de bolsillo los cuentos. Por ahora es mucho más difícil, en cambio, conseguir compilaciones amplias de su poesía.

​​​​​​​Chinaski, Charles Bukowski. Trad. J. García Berlanga. Anagrama, 640 págs.