Una vez me arrastró en el lodo, yo llevaba mi uniforme blanco del hospital y me jaló del pelo y me arrastró en el lodo. Lloré mucho, recuerda.

Lucía Gómez Sánchez/ HIPTEX

TIJUANA.- ¿Sabes qué hacía cada que se iba? Me hincaba y le pedía a Dios que lo mataran. Se oye cruel, pero es la verdad.

Más cruel era lo que yo vivía. Las golpizas que me ponía, lo que mis hijos veían. Ellos ahora están traumados. Mi hijo no quiere volver a verlo, no habla con él; mi hija sí habla con él todos los días por teléfono. Se llevan bien.

Gracias a Dios se fue con otra. ¿Sabes lo que hice? Le di gracias a Dios porque ya no me iba a pegar, porque lo que yo viví con él fue un infierno.

La mujer habla fluidamente, con una combinación de coraje y alivio al mismo tiempo. Sus ojos son un disparate de sentimientos cuya expresión aumenta sus profundas ojeras.

Nadie le ha pedido compartir su historia, ella sola lo ha decidido. Su nombre es lo de menos, nunca lo supe. No me atreví a preguntárselo, ¿para qué?

No era el espacio para compartir algo tan recóndito, tan duro, pero quizá sí el momento ante la escasez de personas alrededor. Era la recepción de un hospital privado, por la noche.

“Fueron 27 años de golpizas, de estar muerta en vida, de temblar cada que se hacía la hora de que regresara, siempre borracho”.

En la desesperación hubo pensamientos homicidas, unas tijeras o algo en la comida, pero nunca se concretaron. “No me atreví”, confiesa y ahora agradece no haberlo hecho. El tormento terminó cuando se fue.

Nunca olvidaré sus ojos bien abiertos con mirada profunda, como queriendo entrar en la mía, hacer que la entendiera y de ser posible tratara de ponerme en su lugar.

La confianza fue inmediata. El momento se convirtió en una charla de intimidades, pero en un solo sentido. La interlocución fue poca, casi pasiva, de pura escucha; era lo que ella necesitaba.

Una vez me arrastró en el lodo; yo llevaba mi uniforme blanco del hospital y me jaló del pelo y me arrastró en el lodo. Lloré mucho, recuerda.

Otro día le hablé a la policía y llegaron a mi casa y les dije que me había golpeado y se me notaban los golpes ¿y sabes qué hicieron los policías? Nada.

Me fui contra ellos, les pregunté si esperaban que me matara, "con perdón tuyo les dije que les faltaban huevos".

Ellos decían que si se lo llevaban, al día siguiente iba a estar conmigo otra vez, que eso hacemos siempre las mujeres golpeadas, que los perdonamos porque nos gusta que nos peguen.

¿A quién le va a gustar que le peguen?, se llama miedo, codependencia si quieres, pero no es por gusto, aclara con indignación y afirma que al menos en su caso la autoridad no hizo nada.

Son varios años ya desde que el hombre se marchó. Con su partida cesaron las golpizas y poco a poco se fue perdiendo el miedo.

La mujer recuperó paulatinamente su vida y la confianza en sí misma a grado tal de compartir su historia sin recelo, como un reto superado que le costó media vida. (lgs)