En la Penitenciaría de Tijuana, todas visten gris, no usan maquillaje y fuera de la celda no pueden dar un paso que no esté permitido.
Por: Lucía Gómez Sánchez
No importa la temperatura, el lugar siempre es frío. El clima es lo de menos detrás de las bardas inquebrantables reforzadas con alambres, rejas y candados que, como si fuera poco, cuentan con custodia permanente, física y tecnológica.
Se pueden rondar los 30 grados centígrados como en ese día de mayo y en dicho patio que se recuerda gris independientemente del color de sus paredes, la sensación siempre será de frío; más aún debajo de la carpa colocada para la comodidad de la entrevista.
Tampoco tiene relevancia si ellas son culpables o inocentes, lo cierto es que están encerradas. Su vida cotidiana se reduce a una rutina donde está prohibido hablar sin permiso y la espera siempre se hace volteando a la pared.
Hay que agachar la cara y sonreír lo menos posible; lo contrario podría considerarse falta de respeto a la autoridad que fuera del centro se reduce a la de individuos cualquiera -en este caso mujeres- pero dentro y detrás de un uniforme proporciona el poder de la orden y el castigo.
Si a alguien robaron, secuestraron o mataron lo pagan con el robo, el secuestro y el asesinato no sólo de su libertad, sino de su individualidad. Todas visten gris, no usan maquillaje y fuera de la celda no pueden dar un paso que no esté permitido.
Nadie las justifica, sería imposible, pero tampoco puede hacerse lo mismo con un sistema de reinserción social fallido que sólo hunde más en eso que orilló a cometer el delito, la mayoría de las veces relacionado a temas psicológicos, emocionales o mentales no resueltos, derivados a su vez de variantes socioeconómicas que convierten el círculo en vicioso.
Lo que más asombra es la buena cara con la que enfrentan la vida dentro las escogidas por las autoridades para la entrevista. Quizá esa sea la razón, no es posible confirmarlo; lo que sí es evidente es que no están resignadas, aunque saben que no queda más que aceptarlo.
Las tres son madres, fuera de los muros tienen hijos que en algunos casos no ven desde hace años y que tuvieron que confiar a sus familiares -sus cansadas mamás, si cuentan con la suerte de tenerlas- o parientes menos allegados en los que no les queda otra que depositar la esperanza de que cumplirán con el rol que ellas no pueden y cuya ausencia habrá marcado ya a sus descendientes.
A pesar de que no dan detalles -les advirtieron bien no hacerlo y una custodia cercana se cerciora de que así sea- sus ojos y sus voces confiesan que estar ahí dentro es lo más difícil que puede experimentar un ser humano.
Hay que acostumbrarse a la condena que implica castigo con todo, desde los horarios inquebrantables hasta el papel sanitario racionado. Tarde o temprano los años pueden convertirse en lo de menos porque en esas condiciones el reto más importante es sobrevivir el día a día.
Cada una tiene una personalidad distinta. Jacqueline es la más extrovertida, dice que su error fue servir un plato de comida. El comensal fue un secuestrado. Se autodefine como no del todo culpable, pero tampoco del todo inocente.
Juana Rosalía, quien a estas fechas ya debe estar libre tras un encierro de seis años por homicidio, es seria, pero de todos modos confía su historia y habla de reconquistar al menor de sus tres hijos, un niño de siete años que al quedar presa tenía nueve meses.
Rosa Irene, la más joven -entonces de apenas 31- asegura que por no ser ignorante su condena es más larga, en libertad se desempeñó 10 años como enfermera. En prisión ha purgado cinco de los 24 a los que fue sentenciada. Su hija tiene seis y ambas esperan con ansia cada sábado. “Estoy por un homicidio, pero no soy mala”. (lgs)
Basado en entrevista hecha a internas del penal de La Mesa en Tijuana en mayo de 2015 y en visitas al sitio previas y posteriores a esa fecha por cobertura periodística.