Nuestros muros del Facebook se vieron tapizados con amigos de la infancia, del trabajo, conocidos y desconocidos que posaban ante la cámara, empapados en sudor, la sonrisa histérica congelada y en la mano una medalla.
Vía/Rodrigo Solís
Corro sobre la avenida. Un señor me hace una seña. Finjo no verlo. La semana pasada otro señor me hizo un gesto idéntico. Giré el cuello a mis espaldas para ver si había alguien detrás mío. Calle desierta. Los metros siguientes los recorrí con angustia, intentando conectar sin éxito escenas del pasado con el rostro del desconocido que levantó la mano en forma de saludo. Al día siguiente un señor en pantaloncillos cortos y medias hasta las rodillas me hizo otra seña. Y al día siguiente, y al siguiente. Entonces, justo a la altura del kilómetro ocho, con el ritmo cardiaco estable, la mirada al frente, las piernas en perfecta sincronía, es cuando caigo en cuenta de la horrible realidad que estoy pisando.
Todo comenzó (como cualquier apocalipsis zombi que dé a respetar) sin que nadie lo viera venir. Una mañana cualquiera, de forma súbita, el vecino dejó de subir a las redes sociales las fotografías de sus hijos. La secuencia de amorfos rostros infantiles dio paso a frases motivacionales en inglés. Después aparecieron mapas de la ciudad con rutas marcadas en colores fosforescentes. La suerte estaba echada. Las multinacionales de calzado deportivo habían metido mano en el asunto. Nuestros muros del Facebook se vieron tapizados con amigos de la infancia, del trabajo, conocidos y desconocidos que posaban ante la cámara, empapados en sudor, la sonrisa histérica congelada y en la mano una medalla. <<Con toda la actitud para los próximos 20K>>, titulaban las atléticas postales.
Nada que no hubiera podido ignorar en el pasado. Los runners (ese es su nombre científico) es una tribu de subnormales que ha venido a tomar la estafeta de las secretarias y las tías solteronas que en los albores del Internet nos inundaban la bandeja de entrada del hotmail con Power Points de frases de Paulo Coelho y Juan Pablo II, ilustradas con gatitos bebés y arcángeles en taparrabos, deporte que practicaban para suplir la falta de orgasmos en casa, para llenar el vacío existencial que genera la frustración de una rutina interminable de oficina y la cristalización de todos los sueños rotos, incumplidos.
Hasta el mes pasado, que me enganché. Marcelino Charruf, el gordito adicto a las Quesabritas con el que estudié tercero de primaria en los Legionarios de Cristo, apareció en mi timeline, irreconocible, flaco hasta los huesos, de color verdoso, pómulos saltones y con el pulgar en alto. Cientos de likes y comentarios entusiastas adornaban la imagen inverosímil al momento en que un único like me informó que a alguien (Marcelino) le gustaba una fotografía donde fui retratado de perfil, luciendo sendos cachetes y papada de Alfred Hitchcock.
—¿A dónde vas? —me preguntó Fiera, acostada en la cama, lista para ver un maratón de Netflix.
Lo que en un principio mi mujer creyó un capricho de gordo, terminó por asustarla al descubrir a la semana siguiente la alacena llena de latas de atún y el refrigerador atestado de cajas con claras de huevo.
—Mira, bajé esta App que mide la distancia que corro —le dije.
—Sí, ya vi que compartiste en Facebook tus seis kilómetros —me dijo asustada. Luego me reclamó que no pensaba seguir esperándome para ver la cuarta y quinta temporada de Girls, la segunda de Transparent, la cuarta de Vikings y los cinco capítulos pendientes de Fear the Walking Dead.
Inhalo, exhalo. Inhalo, exhalo. El éxito no es más que un rosario de sacrificios. Inhalo, exhalo. Inhalo, exhalo. <<Ocho kilómetros. Tiempo promedio de carrera: seis minutos, quince segundos>>, me informa el App Running por los auriculares mientras el ácido láctico baña los músculos de mis extremidades inferiores. Inhalo, exhalo. Inhalo, exhalo e intento apartar de mi mente la imagen de Fiera con los ojos fijos en la pantalla del televisor y un bote de palomitas con mantequilla entre manos. Inhalo, exhalo. Inhalo, exhalo y pienso en qué nuevas rutas tomaré mañana y pasado mañana, donde no tenga que esquivar en zig zag (y a punto de reventarme de nuevo los ligamentos de la rodilla) a los transeúntes que caminan en mitad de la banqueta y a quienes les deseo un pronto cáncer de estómago. Inhalo, exhalo. Inhalo, exhalo y ruego que esta noche el padre de Marcelino Charruf lo haya obligado a quedarse hasta tarde en la fábrica o descubra que su esposa trofeo es más puta que una gallina. Inhalo, exhalo. Inhalo, exhalo y me cruzo de nuevo con el señor en pantaloncillos cortos y medias hasta las rodillas que insiste en hacerme una seña con la mano que esta vez respondo con una inclinación de cabeza y sé que estoy listo para correr mi primer medio maratón.