Estaba a semanas de graduarse como licenciado en Informática en la UABC cuando lo mataron.
Lucía Gómez Sánchez/ HIPTEX
Aldo tenía la sonrisa franca, espontánea. Siempre bromeaba; su personalidad era una combinación entre adolescente sin malicia y astuto profesional de la Informática en potencia.
Estaba a semanas de graduarse como licenciado en la materia en la UABC cuando lo mataron en noviembre de 2012. Tenía 22 años de edad, pero carácter y hasta apariencia aniñada.
Casi todos los días comíamos juntos y el momento transcurría como un rato ameno. Mucho más extrovertido que su mejor amigo, ambos hacían prácticas profesionales en el mismo periódico donde mi amiga cumplia como editora web y yo como reportera y editorialista. A la una de la tarde ya ninguno aguantaba el hambre y los cuatro nos alcanzábamos en el comedor.
No tengo muy claras las conversaciones, pero creo que las últimas versaron sobre la próxima graduación de los talentosos jóvenes que más de una vez me sacaron de apuros informáticos en la redacción.
Aunque no abismal, había diferencia de edades y, sobre todo, de intereses profesionales, pero simpatizábamos y coincidir había convertido en un rato agradable la cotidiana práctica de compartir la hora de los alimentos en la misma de las tres bancas disponibles en el comedor o en una diferente, dependiendo de lo saturado del sitio y los temas a tratar en lo particular entre ambos pares de amigos inmediatos.
Vestía informal, hasta desenfadado. Como muchos otros con intereses afines usaba camisetas de superhéroes o con logotipos de superhéroes. No tenía facha de intelectual, sino de “nerd” y los lentes le acentuaban el perfil.
Era delgado y más bien bajo, siempre estaba sonriendo y hablaba mucho más fuerte que su mejor amigo, quien seguramente lo sigue extrañando y cuyo rostro cambió de expresión desde que Aldo fue ilegalmente privado de la libertad el 30 de octubre de ese año.
El domingo cuatro de noviembre las autoridades encontraron su cuerpo en la misma área y con horas de diferencia al de su hermano Antonio. El hallazgo ocurrió en la Zona Este de la ciudad, que sigue siendo propicia para el abandono de cadáveres.
En su momento, atribuyeron su crimen a un ajuste de cuentas, a pesar de que el joven estaba libre de cualquier antecedente penal.
La teoría de la Procuraduría de Justicia consistió en que habría pagado con su vida por los crímenes de su hermano, con historial delictivo por narcotráfico y quien también fue asesinado.
Los antecedentes de Antonio, hermano de Aldo, sirvieron de causal suficiente para que la autoridad resolviera -e indirectamente hasta justificara- las razones que habrían llevado a criminales a torturarlo y abandonar su cuerpo, como el de cualquier delincuente ajusticiado por quienes consideran gozar de potestad para hacer pagar por delitos, aunque sean no cometidos, y hasta arrebatar vidas.
Las faltas del hermano de Aldo funcionaron como excusa de la pérdida de una vida en plenitud, la de un joven sano y bondadoso con muchos proyectos por delante.
Dar con los responsables y fijarles condena pareciera haber quedado en un término no importante por la autoridad, quien se limitó a relacionar el caso con el narcotráfico y dejar en segundo lugar la inocencia y la vida arrebatada.
No hubo encono social, sino más bien justificación por el nexo familiar con alguien involucrado en el narcotráfico, como si pudiera escogerse a la familia o recayera en decisión personal el convertirse en mártir de la violencia.
A casi siete años de distancia de la muerte del joven que no logró graduarse de la carrera que lo apasionaba porque lo asesinaron; en un contexto diario de cuerpos abandonados de muchachos de su edad en condiciones similares a las que él vivió siendo inocente y cuando Tijuana está cerca de alcanzar los mil 400 homicidios en lo transcurrido de 2019, la pregunta es: ¿Cuántos como Aldo? (lgs)