…pobre de ti que te sorprendiera platicando entre la clase, porque para no ir a reprimirte hasta tu lugar, él mismo, desde el escritorio donde se sentaba, te arrojaba con el borrador o una pelota que siempre tenía a la mano, haciendo gala de una puntería magistral.

Recuerdo que en el primer día de clases, cuando oímos en la asamblea a la directora decir “al Segundo-B le dará clases el profesor Jesús Lobato Martínez”, vino la decepción. Teníamos entre 6 y 7 años, pero ya existía la noción de que él era un profesor muy estricto.

‘El Lobato’ le decían en los pasillos de la escuela, sabiendo que el viejo era cabrón.

No nos equivocamos, y ni cerquita de estarlo.

Ya dándonos clases, entre sus gracias estuvo haber bautizado a varios en el salón, con apodos hilarantes como: ‘El Chivo’, ‘El Mamis’, ‘Doña Lencha’, ‘El Negruras’, ‘El Gallo’, ‘La Huesitos’, ‘Don Chon’, entre otros.

Conmigo no se complicó, ya que sólo adaptó mi segundo apellido y me decía ‘En la Torre’. Pero eso era para empezar… y sólo si andaba de buenas.

Y es que, que mejor nadie lo encontrara mal parqueado, porque te agarraba a nobles chingadazos -dados con mucho cariño en la espalda- y pobre de ti que te sorprendiera platicando entre la clase, porque para no ir a reprimirte hasta tu lugar, él mismo, desde el escritorio donde se sentaba, te arrojaba con el borrador o una pelota que siempre tenía a la mano, haciendo gala de una puntería magistral.

Eran de recordarse sus revisiones entre fila, poniendo 10, 9, 8, 7 ó 6, dándote un piquete en la cabeza con la punta de su pluma Bic, en caso de no haberlo hecho bien. A mí siempre me felicitaba por mi letra, decía que la tenía muy bonita, pero también dos que tres veces me llamaba la atención. “Sigue portándote mal y el diploma se te va a ir.”, le oía decir amenazadoramente.

Pero bueno, al menos me iba mejor que a otros, a quienes si no querían entender, de las patillas los alzaba. Así aprendías porque aprendías.

Para finales del curso, poco a poco sus ausencias se hicieron constantes. Dolencias en su espalda lo tumbaban y lo hacían casi llorar del dolor, sin poder si quisiera pararse de su cama.

Afortunadamente el año lo terminamos y al salir de segundo grado, nos dimos cuenta que más que un ruco enojan, era un viejilllo a toda madre y bonachón, con métodos un poco ortodoxos, pero muy efectivos. Era como un abuelo alivianado y desmadroso.

El tiempo transcurrió y pasamos a tercero y después a cuarto, y fue al llegar a quinto año, cuando el destino nos volvió a poner en el camino.

Nosotros, unos pre-adolescentes, ya éramos un poco más racionales que lo que fuimos de más morrillos, aunque eso no exentaba de que a veces le sacaremos canas verdes al ‘Lobato’. Desgraciadamente, cada vez eran más las ausencias que el maestro tenía, y es que la espalda, esa maldita espalda, y esa soledad en que vivía, no lo dejaba en paz.

Sin nadie aquí de su familia que lo ayudara, ya que él era originario de Michoacán, me imaginaba el calvario que sufría cada mañana que hacia frío, ya que nos contaba que los clavos que tenía incrustados en su columna le hacían revolcarse del sufrimiento.

Al final ya no pudo más, y tras varios maestros interinos que tuvimos, ‘El Lobato’ se tuvo que retirar, y aquella vez le hicimos una despedida, cantándole la canción de Las Golondrinas. Lloró a más no poder, expresándonos que fuimos el grupo que más quiso y que nos iba a extrañar, despidiéndose y abrazando uno por uno, mientras varios compañeros no paraban de chillar.

Después de ese día, ya nunca más supe de él, y hoy desconozco cual habría sido su destino.

Veo esos días cada más difusos, y no sé si la suya fue la manera correcta de enseñarnos, pero de algo sí estoy seguro: en la actualidad hacen falta más profesores como él y más tardes en que los directores de las escuelas digan en la asamblea: ¨Al Segundo-B le dará clases el profesor Jesús Lobato Martinez”. No hay más.