El juego de Meade en ese proceso de simulaciones consiste en parecer que entiende la calle cuando ha pasado toda su vida en los pasillos encerados del poder.

Vía/NYT-DiegoFonseca

El 3 de diciembre es el Día de San Francisco Javier en el santoral católico. Antes de ser santo, Francisco de Jaso y Azpilicueta fue un muchacho de buen porte, distinguido y apuesto que quería brillar con gloria en el mundo. Un día, siendo muy joven, Francisco conoció al futuro san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. El jesuita cojo y astuto lo persiguió con determinación hasta convencerlo de sumarse a su orden, de la que acabó como uno de los siete cofundadores. La leyenda dice que consiguió torcerle el destino con una frase bíblica: ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?

El 3 de diciembre de 2017, José Antonio Meade fue presentado en sociedad en un acto masivo en Ciudad de México como el precandidato a la presidencia del país por el oficialismo. Meade, un hombre de buen porte, distinguido y apuesto, tiene ahora la misión de brillar con gloria en el mundo del PRI, pero es bien posible que en el camino, por ganar todo, “pierda su alma”.

No será nada nuevo: en el permanente teatro de sombras chinescas de la política nacional, las elecciones presidenciales del 1 de julio de 2018 en México se han convertido en una disputa donde demasiada gente quiere parecer lo que no es. La izquierda y la derecha juegan a ser el centro. El juego de Meade en ese proceso de simulaciones consiste en parecer que entiende la calle cuando ha pasado toda su vida en los pasillos encerados del poder.

Nada será fácil. Meade tendrá que lavar la imagen de un PRI que bajo el gobierno de Enrique Peña Nieto ha quedado lastrado por denuncias de corrupción. La esposa del presidente compró una mansión a un contratista que trabajó para su marido cuando era gobernador y hay una decena de gobernadores cercanos al mismo presidente, incluido el exgobernador del estado de Veracruz Javier Duarte, sospechosos y acusados de manejos irregulares.

La corrupción dentro del PRI no es nueva. El principal partido político en México fue una máquina de cooptación monetaria durante sus más de setenta años en poder, una institución de prácticas autoritarias que acabó su hegemonía absoluta cuando el PAN llegó a la presidencia en el año 2000. El partido prometía renovación con Peña Nieto, pero mostró un ADN demasiado parecido al de los dinosaurios que convirtieron al PRI en la mayor autocracia latinoamericana del siglo XX.

La elección de Meade no comenzó bien. Para comenzar, fue nombrado directamente por Peña Nieto, un dedazo que sentó mal dentro y fuera del partido. Ahora tendrá que sobrellevar ese estigma.

Hacia adentro, tendrá la difícil tarea de encolumnar al PRI. Meade, que no es un priista puro sino un exfuncionario del PAN de Felipe Calderón, llegó a la candidatura después de que el presidente desechara postular a su canciller, exsecretario de Hacienda y hombre fuerte Luis Videgaray y a quien sonaba como su seguro remplazo, Miguel Ángel Osorio Chong, secretario de Gobernación y hombre de la troika tradicional del partido.

No se sabe qué rol jugarán Videgaray y Osorio Chong con Meade. Videgaray es considerado el arquitecto de la mayoría de las reformas impulsadas por Peña Nieto y, aunque cayó en desgracia pública tras ser señalado como el Cicerón de la reunión de Peña Nieto con el entonces candidato Donald Trump, jamás perdió el oído del presidente. Osorio Chong maneja los órganos de seguridad nacional y la coordinación con los gobiernos estatales; si su poder es real, por acción u omisión, en una campaña presidencial de siete meses puede hacerle la vida imposible a Meade. Nadie sabe, además, qué tan alineados estarán los poderosos gobernadores del PRI, dueños de los aparatos locales del partido.

Fuera, Meade tampoco tendrá fácil mostrar que su alma se ha salvado. Debe distanciarse del gobierno de Peña Nieto para ganar el electorado independiente sin alienar a las bases priistas, que suelen cerrar filas con fervor alrededor del candidato si creen que es uno de ellos. Su estreno no ha sido el mejor. En su primera declaración pública, el sábado 2 de diciembre, cuando un editor del periódico El País le preguntó si investigaría la corrupción en el gobierno de Peña Nieto, “involucre a quien involucre”, Meade respondió: “Caemos de nuevo en el planteamiento personal. Tenemos que movernos en un esquema en el que la pregunta no sea válida”. En el intento por esquivar una pelea con su propio partido, Meade dejó un amargo eufemismo que acabó en una burla prolongada en las redes sociales.

Pero para convencer al electorado, Meade tiene un problema todavía mayor: es un economista tecnócrata con un doctorado de Yale y un católico atildado, pero carece de experiencia callejera. En un país donde los políticos deben saber abrazar a las masas, Meade tiene el carisma de una mesa de planchar.

En el lanzamiento de su candidatura, el PRI intentó proletarizar al delicado Meade. Hubo cientos de selfis con priistas y cada una de sus afirmaciones fue sonoramente festejada. En la puesta de escena, ya había dejado de ser el sempiterno José Antonio Meade: en los carteles tenía una sonrisa amplia, vestía camisa blanca sin su perenne corbata y lo llamaban Pepe Meade.

Ahora Pepe Meade deberá probar que no solo es bueno con los números sino que sabe operar en el teatro de sombras. ¿Por quién votarán los mexicanos en el juego de simulaciones políticas?

¿Por Andrés Manuel López Obrador, quien ha suavizado su estilo frontal para convencer de que es un moderado realizador de obras conectado con la tradición nacionalista? ¿Por Margarita Zavala, ex primera dama y miembro del corazón púrpura del derechista PAN, ahora en plan independiente? ¿Por el Bronco, el expriista vuelto antipartidos pero que actúa como un político tradicional? ¿Por el ortodoxo PAN y su frente social amarrado al voluble PRD? ¿O por un tecnócrata sin calle?

¿Logrará el candidato priista levantar pasiones y alzarse con la presidencia de un país donde la política exige pisar el barro, abrazar sudorosos, besar niños mocosos? ¿Podrá Meade, como san Francisco Javier, ganar el mundo sin perder el alma?

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Diego Fonseca es un escritor argentino que actualmente vive en Phoenix. Es autor de "Hamsters" y editor de "Sam no es mi tío" y "Crecer a golpes".