2000 años de música y notas de viento, aferradas en uno de los sitios de mayor crimen e impunidad en México.
Era un instrumento que nunca había visto ni escuchado, los sonidos que emitía eran demasiado alucinantes para un instrumento de madera, de viento, ritmos dance, electrónicos, como si de un dj se tratara, uno urbano, en medio del sobre ruedas.
Quién se puede resistir a los sobre ruedas, menos al de la Zona Norte, donde el ambiente encierra por la misma esencia del lugar una sensación distinta, una que implica compras y a la vez, la conciencia de que se puede ser testigo de una escena que sólo ese espacio de la ciudad regala, el drogadicto semidesnudo hablando consigo mismo, la vagabunda sexy que pasa bailando y cantando por las calles o el correr de las patrullas tras un narcomenudista joven.
Para mi buena o mala suerte nada de eso me tocó. La música por el contrario, sí se hizo presente, a través de algo que nunca había visto, un pedazo largo de madera tallado con un orificio, parecido a una flauta pero de mayor diámetro y longitud, como si se tratara de una pipa de la paz pero en instrumento.
Los sonidos que emitía el músico con dicho instrumento provocaban la sensación de una fiesta de música electrónica, tum, tum, tum, tum, retumbaba mientras un circulo de personas comenzaba a formarse alrededor del músico urbano.
Parpadeos después la escena ofrecía una pintura de personas diversas. A este músico que después descubriría que lleva por nombre, Jonathan Antonio Martínez Machain, lo escuchaban jóvenes, el padre con el niño en brazos, hasta la anciana con un par de bolsas de comida que compró en algún puesto del sobre ruedas.
El principal motivo por lo cual se quedaban tenía un nombre: didgeridoo, instrumento ancestral utilizado por aborígenes australianos que ha permanecido desde hace más de 2000 años y está construido a base de un árbol de la familia de los eucaliptos. Machain nos tenía hipnotizados con él, los ritmos que dibujaba al aire eran bastante alucinantes, un especie de trance visual y auditivo, ya que muchos estábamos por primera vez ante un didgeridoo.
En cierto punto del recital callejero observé con calma a los que se quedaban a escuchar, a ver, espectadores de un show en donde no hubo promoción previa ni mucho menos preventa especial a tarjetahabientes de un banco español acentuado en México, los atuendos no se escogieron a conciencia para la mañana, tampoco fueron llevados con anticipación a la tintorería, los peinados daban igual y el estar parado cargando bolsas con verduras o un teclado de computadora de segunda mano no representaba molestia.
El pasar de los carros y las patrullas tampoco resultó ser un obstáculo para gozar de la música. El didgeridoo ejecutado por Antonio era lo único, era el momento, nadie tenía la obligación de detenerse y sin embargo lo hacían, tal vez porque la música llama y ésta no conoce de escenarios ni de mercadotecnia, sólo de ritmos que atrapan, que fluyen por la ciudad.