En los últimos 10 años, por esta frontera han pasado más de 1 millón de repatriados desde Estados Unidos. Se da poca atención a quienes terminan viviendo en la calle y refugiándose en las drogas.

POR: MANUEL AYALA
Newsweek en Español Baja California
Tenía dolores de cabeza tan intensos que parecían anunciar un derrame cerebral. Sufría tanto que decidió acercarse al Hospital General todas las mañanas para que alguien lo pudieran salvar.

Ulises Guevara Antonio, originario de Tepantitlán, Guerrero, tenía miedo de morir antes de los cuarenta años.

Sabe que todo era producto de su adicción. No que las jaquecas fueran alucinaciones por el síndrome de abstinencia, sino por el deterioro que las drogas hacían en su salud.

Pero Ulises no entraba a consulta. Se quedaba afuera en una banca, esperanzado en que si algo le pasaba lo ayudarían a pesar de su condición de indigente, su nueva realidad después de haber llegado a Tijuana como deportado.

Esta frontera, —que en la última década ha visto pasar a más de un millón de repatriados desde Estados Unidos— pone poca atención a la población que empieza viviendo en la calle y termina refugiándose en la drogadicción.

Y con la llegada de Donald Trump al gobierno norteamericano, han llegado las amenazas de deportaciones masivas.

Este es un mal pronóstico para Baja California y Tijuana en particular.

Sobre todo porque Estados Unidos aumentó recursos financieros y humanos de la Secretaría de Estado y agencias como Aduanas y Protección Fronteriza, Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, además de la Patrulla Fronteriza.

Según cifras del Instituto Nacional de Migración (INM), hasta marzo pasado, más de 9 mil connacionales estaban repatriados a Baja California.

Esto es un promedio de 150 personas deportadas diariamente. Cantidades similares al mismo periodo en 2016 con la administración de Barack Obama, aunque se anticipa que incrementarán.

Carlos Mora, presidente del Consejo Estatal de Atención al Migrante, dice que esto obliga a las autoridades de los tres niveles a prepararse para un escenario “mucho más duro y complejo”.

Víctor Clark Alfaro, director del Centro Binacional de Derechos Humanos, quien desde hace casi 30 años ha analizado la migración en Tijuana, considera que en el proceso de repatriación hay un acierto por parte del INM.

Según las declaraciones oficiales, al ingresar a México, los deportados reciben alimentos, la inscripción al Seguro Popular durante tres meses, identificación, apoyo psicológico y transporte a los albergues.

Pero para los expulsados del país vecino, la odisea apenas empieza.

Una vez que el migrante ingresa a la ciudad enfrenta otras dificultades, pues no hay programa que resuelva su integración.

Cientos de deportados llegan a media noche por la entrada de El Chaparral, que conecta con la Zona Norte, colonia de tolerancia.

Algunos llegarán a la Casa del Migrante Tijuana, el principal albergue con más de 30 años de operar y que está en la colonia Postal.

Otros quedarán a la deriva, sin conocer la ciudad y se exponen a ser asaltados, detenidos por la policía o en el peor de los casos secuestrados.

“Lo peor de todo es que preguntando a algunos regidores me mencionaron que no hay un programa que pueda atender a esta población en la eventualidad de que se tengan deportaciones masivas. Esto va a generar que veamos un panorama como lo que sucedió en el 2008, cuando las cifras alcanzaron de 600 a 650 deportados”, dice Clark Alfaro.

Estas personas que estaban abandonadas a su suerte fueron asentándose en “el bordo”, un tramo de la canalización del Río Tijuana, en los límites con Estados Unidos.

Ahí llegaron a concentrarse entre 700 y mil personas en situación de calle, muchos con problemas de adicciones y enfermedades como tuberculosis y el VIH Sida.

Un estudio que realizó Laura Velasco Ortiz, investigadora del Colegio de la Frontera Norte (El Colef), en el denominado “bordo de Tijuana” entre 2012 y 2013, arrojó que la heroína era la droga que usaban con mayor frecuencia, además del “crack”.

Señala que las circunstancias por las cuales las personas recalaban en la drogadicción, se debía principalmente a la repercusión por la separación familiar y el sentimiento de fracaso que les significaba la deportación.

Lo mismo opina Darinka Carballo, directora de la Fundación Gaia, dedicada al desarrollo de proyectos de intervención social, labor asistencial e integración social.


“Vivo solo gracias a Dios, cuando estábamos en el bordo llegaban personas o asociaciones y nos daban jeringas y preservativos para cuidarnos, ahora ya no hay nada de eso”.
Considera que hay varios factores involucrados en el decaimiento emocional del deportado, desde que son detenidos en la frontera o en Estados Unidos, pues son maltratados psicológicamente por las autoridades estadounidenses.

Si tienen suerte, dice Carballo, las organizaciones civiles los acogen en albergues y ahí es donde realmente reciben un trato cálido y humano.

La proliferación de personas en “el bordo”, provocó que las autoridades municipales vieran como adictos y delincuentes a los deportados, refiere el antropólogo Clark Alfaro.

Empresarios de zonas cercanas a la frontera presionaron al gobierno municipal. El entonces alcalde Jorge Astiazarán Orcí, autorizó un desalojo masivo de deportados que vivían en “el bordo”.

Ocurrió en febrero del 2015. Un operativo policiaco sacó a las personas que ahí residían con el pretexto de canalizarlas a centros de rehabilitación.

Pero muchos de los que fueron internados en Tijuana y en Baja California Sur no cumplieron con los tratamientos médicos que organizaciones civiles proporcionaban antes del desalojo. Muchos se dispersaron por la ciudad.

Es el caso de Jorge Hernández Plata, originario de la Ciudad de México, un joven homosexual conocido como “Paloma”.

Él tiene VIH Sida, hace siete años lo deportaron a Tijuana y aquí era uno de los que recibía tratamientos médicos.

Después del desalojo consiguió su póliza del Seguro Popular, que solventaba su medicación pero se venció y no pudo renovarlo por falta de identificación. Desde entonces suspendió su tratamiento.

“Ahora sí que vivo solamente gracias a Dios, cuando estábamos en el bordo llegaban personas o asociaciones y nos daban jeringas y preservativos para cuidarnos, ahora ya no hay nada de eso”, dice.

El desalojo llevó a la Red Mexicana de Reducción de los Daños (Redumex), un colectivo que promueve acciones para mejorar las condiciones de vida de los usuarios de drogas inyectadas en México, a presentar una queja en la Comisión Estatal de los derechos Humanos de Baja California (CEDHBC).

La queja fue apoyada con información por la Fundación Gaia y se integró en el expediente 217/2015, la cual sigue en proceso.

Esta no es la única queja. En enero pasado recibieron cinco por parte de migrantes por con detenciones arbitrarias, señala Melba Adriana Olvera Rodríguez, presidenta de la Comisión.

Las autoridades denunciadas son las secretarías de seguridad pública de Tijuana, Mexicali y la de Baja California.

De acuerdo con Olvera Rodríguez, del 2011 al 2016 recibieron un total de 141 quejas.

Clark Alfaro cree que con las deportaciones masivas que se prevén por Trump, se puede repetir un tratamiento policiaco sobre los indigentes y deportados.

“El Ayuntamiento, obligado por grupos empresariales, sociales y económicos, al ver tanto indigente por las calles, va a aplicar con mayor énfasis esta solución policiaca”, dice el antropólogo.

La investigadora Laura Velasco dice que no se trata de un problema nuevo. El 93% de los encuestados en su estudio dijo que por lo menos alguna vez había sido detenido por la policía y el 70% de ellos había sido detenido en promedio dos veces en las últimas dos semanas.

Es difícil conseguir trabajo si son detenidos por la policía, porque suelen romperles sus documentos.

“Paloma” recuerda que la policía realizaba operativos porque sabía que ahí se consumían drogas y a muchos los detenían solamente por estar ahí, aunque no fueran consumidores.

El Secretario de Seguridad Pública de Tijuana, Marco Sotomayor, reconoce que existen policías que afectan a la población migrante en Tijuana.

En cuanto al incremento de la indigencia que podría presentarse debido a deportaciones masivas, dice que no detendrán migrantes si no cuentan con orden de aprehensión en el país, a menos de que estando en la ciudad cometan algún acto ilícito.

Por otra parte, el Instituto de Psiquiatría de Baja California, en colaboración con académicos de la Universidad Autónoma de Baja California (UABC), realizaron un estudio para medir la magnitud e impacto de esta situación.

En esta investigación, a cargo del psicólogo Antonio Sedano en 2016, aplicaron 203 encuestas en Baja California a personas en situación de calle y adicciones, a quienes captaron en albergues, comedores comunitarios, centros religiosos, y asociaciones civiles.

Los datos arrojaron que provienen principalmente de Michoacán, Jalisco, Sonora y Sinaloa. Contrario a lo que esperaba Instituto de Psiquiatría, la muestra solamente encontró que un 4.9% eran migrantes centroamericanos.

En Tijuana encuestaron a 71 personas, la mayoría ubicados en la zona de “el bordo”, una cifra pequeña con la que esperan obtener resultados a largo plazo.

Otro hallazgo fue que el 94% de esta población ha consumido algún tipo de droga, incluyendo las legales. Una implicación muy alta que les exige especial atención.

La principal droga que consumen en un 54% es alcohol, 50% consumen tabaco, el 14% mariguana, sedantes e inhalados, el 1.5% las metanfetaminas y el 1% los opiáceos. Todas estas como primeras drogas de consumo.

En respuesta, el padre Patricio Murphy, director de la Casa del Migrante, celebró un convenio de colaboración con los Centros de Integración Juvenil de Tijuana (CIJ), para dar atención a migrantes con adicciones.

En el 2015 se detectaron mil 798 casos de migrantes consumidores o dependientes al alcohol, tabaco o alguna sustancia adictiva. En el 2016, la cifra ascendió a 2,111 casos registrados, sin considerar a las personas con algún trastorno conductual ocasionado por el consumo.

El convenio gira en torno a tres ejes: Sesiones de orientación, canalización y capacitación, terapia psicológica y sesiones impartidas por el propio personal del CIJ.

Pero en tres meses que lleva el proyecto, ningún migrante se ha internado en el CIJ.

Otra de las alternativas que existen para los migrantes en la calle y con problemas de adicciones, es la del Pastor Jesús Ochoa de la Iglesia Comunidad Cristiana de Imperial Beach, California, quien desde 2006 viene a Tijuana a ayudar mediante prácticas espirituales.


El 94% de la población que habitaba “el bordo”, había consumido algún tipo de droga, de acuerdo a un estudio del Instituto de Psiquiatría de Baja California y la UABC.
Todos los domingos, Ochoa viaja con su equipo, se instalan en la Plaza Constitución en la Zona Norte de Tijuana, y se reúnen con 200 personas, entre deportados, vecinos y adictos.

Otro esfuerzo es el de la organización Espacio Migrante, que desde febrero realizan el programa Atención Integral a Deportados (AID), con talleres, terapias y asesorías.

Paulina Olvera, directora de la organización, dice que las personas que atienden terminan con alta autoestima, papeles en regla y conocimiento de sus derechos y obligaciones.

El programa provee hospedaje, alimentos, atención psicológica, asesoría para obtener sus documentos, además de vinculación laboral.

Todos estos esfuerzos son válidos, refiere Víctor Clark Alfaro, pero recaen principalmente en organizaciones civiles y religiosas y el gobierno parece desinteresado.

“Ya nos demostraron las autoridades que con los haitianos no pudieron, y que ante la eventualidad de una deportación masiva, con esos números el estado está totalmente desfasado, no pudieron hacerlo con este flujo migratorio, ¿qué podemos esperar con la deportación que se supone se dará en el mediano plazo?”, dice.