Son catorce pesos lo que aproximadamente se pagan por su servicio, pero en cada peso parece ir en riesgo la vida.

Texto y fotos: Crisstian Villicaña

Es como si tuviéramos nuestra versión de las "peseras" de la Ciudad de México en Tijuana, aunque acá no solemos nombrar así a estas camionetas o calafias alargadas y altas, decido hacerlo debido a que ambas comparten algo: la desenfrenada velocidad con que los chóferes manejan las unidades en aras de conseguir más pasaje y por ende más monedas, billetes.

A la mayoría que andamos en transporte público nos ha pasado, sin distinción de edad o género, en cuanto damos el primer paso para introducirnos a la minipesera el chófer le mete la chancla; primera, segunda, tercera, vámonos y agárrense quien pueda que "la "chata" te lleva diez minutos, la 21 siete y el "ranas" te viene pisando los talones" -le dice el checador al conductor-.





Y ahí vamos todos, los que tuvieron suerte de encontrar asiento no se libran del peligro, es más, aquellos que pretenden echarse una siesta sufren por los constantes acelerones y frenadas de golpe que a veces terminan en mentadas de madre por parte de los pasajeros, quienes ante dichos movimientos se golpean, algunos, los de mayor edad, caen.

El motivo, como se comentó al principio es obvio, conseguir más ganancias al subir a más personas, pero no por ello debe ser significado que se tenga que tolerar un mal servicio que pone en riesgo la integridad de los pasajeros, mismos que ya han sufrido percances por esta problemática que comparada con los "grandes" temas políticos y financieros parece menor para los gobernantes, siendo por el contrario algo con lo que tienen que lidiar día con día miles de personas que ante la imposibilidad de comprar un auto o pagar un servicio privado como Uber, se ven obligados a recurrir a esta opción.





Sabemos que hay competencia, que los chóferes son hasta cierto punto víctimas de un sistema saturado de unidades de transporte; hay ocasiones en las que se ve hasta cuatro minipeseras juntas, una tras de la otra, en los días buenos llenas las primeras tres y la última a medio cupo, en los días malos, las cuatro vacías, obligadas a continuar y dar paso a esa lucha encarnizada que seguramente deja a los chóferes exhaustos  física y emocionalmente, a otros, tal vez satisfechos porque disfrutan de la velocidad; en medio de todo ello, nosotros, los pasajeros.

Son catorce pesos lo que aproximadamente se pagan, pero en cada peso parece ir en riesgo la vida, ya que la velocidad se ve acompañada de acciones que agregan aún más peligrosidad al asunto, tal y como contestar el celular, pegarse demasiado a los otros automóviles, pasarse altos, semáforos, en fin, todo un combo que hace del viaje una incertidumbre de sobrevivencia.





El otro día, luego que un chófer en su afán de no dejar que la minipesera de atrás lo rebasara, trató de cerrar rápido la puerta, sin darse cuenta que todavía no estaba todo mi cuerpo al interior de la unidad, consiguiendo machucarme el pie; le reclamé, se medio asustó y pidió disculpas, pero los acelerones no cesaron, él siguió en su carrera.

Una señora que observó toda la acción me dijo cuando nos bajamos "no les importa que uno se caiga por ir jugando carreritas; yo ya reporté a uno porque en un acelerón me tumbó; una muchacha que trabaja en la oficina de ellos me dijo que los reporte de manera directa, que no pelee con ellos, no entienden, no les importa".





Hay como todo, algunos chóferes más considerados, que manejan a un ritmo menos acelerado y que incluso dan los buenos días, pero son los menos, casi todos, comienzan y terminan el día como si se tratase de un circuito de carreras, en donde no importa nada más que correr y ganarle al otro el pasaje, pero de manera irónica, sin importar mucho la seguridad de estos últimos, porque ellos se sienten los dioses del tiempo y la velocidad.